sábado, 14 de julio de 2012

Dama del alba

Mirá que lo intenté todo, todo, todo. Haga lo que haga, no puedo volver a soñar.
 Yo estaba cayendo firmemente como una pluma. Ella
intentaba darme la mano para salvarme, pero no la abracé. Fue una caída libre, de un cielo gris cada vez más lejano, de manotazos de ahogado, de mera caída, de caída pura, solo reventando contra la liviana resistencia del éter. Entre un mundo y otro, con un ojo abierto y  otro cerrado, pensé amargamente: “¡Qué boludo! ¡Cómo me fui a morir así!”
Estoy desesperado. He consultado a brujos, psicoanalistas, médicos, abogados, sacerdotes,  amigos, familiares, animales. Nadie sabe qué decirme. Todos lo solucionan con una resignada palmadita y un humillante “Ya va a pasar, pibe”. Imbéciles, tan acostumbrados a no soñar, les resulta un hecho trivial y hasta risueño.
Aquí la tengo a la etérea mujer, durmiendo a mi lado. Le narré mi desolación  y no hizo más que venir volando a esperanzarme. Escuchó mi llanto con preocupación, zarandeó la nariz y los labios, y me dijo que iba a mover cuanto contacto pudiera. Le dije que se duerma primero.  El plan es claro: certificaré si en sueños dice mi nombre y de esta manera comprobaré si por allá todavía ando vivo. Con sensibilidad anacrónica, esquiva y pestañeante, aceptó con un beso que es como la firma de un contrato de incondicional aplauso a mis locuras. Entonces se deja vencer por el sueño. Me concentro en cada ruidito del ambiente. Pero el silencio me llena los oídos sordamente. Me pierdo contando sus pestañas e intentando descubrir en esa numerología secretos arcaicos. Mi viajera de corazón de pájaro negro duerme con un pincel como broche de pelo. Libero su belleza y acaricio, dibujo con el pincel su rostro  intentando retratar, reinventar, redescubrir o recuperar su soñada arquitectura. Y me parece que su armonía ya le he diseñado, incluso antes de conocerla en la vigilia. Yo suspiro despierto y, por un azar que no busco comprender, ella dormida también suspira. Me inclino a su majestad. Juego con sus cabellos y gracias a esos renglones  afluentes me siento hipnotizado. Me acuesto. Nos tapo. En nuestra cueva me siento seguro, como en un cosmos mutuo, personal y simultáneo, recientemente creado. Oliéndome cerca, me abriga los hombros como un pulóver. Cierro los ojos e intento recuperarla. No lo logro, es una herejía. Su boca, como una tentación pecaminosa, está abierta. Su aliento me suspira provocaciones imantadas. No puedo refrenarme y me precipito. La beso y me refugio. La beso y me detengo. La beso y me resguardo. Y es ahí, en sus labios, adentro suyo, cuando creo que vuelvo a soñar, cuando me entiendo que el beso es una resurrección.

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