martes, 1 de mayo de 2012
Los amantes
Habitación
6 de un hotel de media categoría. Jamás habíamos ido a uno y esta novedad motivaba
una distracción permanente. Los botones en la pared, los juegos de luces, la
televisión, la radio, la ducha, el baño; todo representaba un juego. Mientras
exploraba la graciosa perspectiva que le reflejaba un espejo, corrí atrás suyo
sigilosamente, la alcancé, la tomé por la cintura y le susurré cualquier
estupidez o le pedí que se quede para siempre conmigo. Nos venció la alegría. Rodamos
de alegría. Por la alfombra, por las paredes, por los espejos y por la cama.
Nos mordíamos las orejas y los cuellos como dos cachorritos que juguetean y se
provocan y se torean. En una conversación de cuerpos amándose, dominándose,
venciéndose, ganándose. Nos rasguñábamos acompasadamente y en ese pentagrama se
escribía una música de ternura, de espera acabada, de incontenible amor
contenido. Nuestras pieles –o nuestras sábanas, da igual- nos abrigan como una
fogata en el medio de la jungla; nos frotamos como las dos piedritas que se
friccionan para encender aquella fogata. Navegamos por aguas de sábanas, y los
remos eran brazos, y las remadas eran caricias, como las suplicantes caricias
de los remos al mar para que el barco entero pueda avanzar. Y nos ahogamos en
nuestras propias aguas, y nos rescatamos el uno al otro más de cien veces. Nos
sumergimos hasta el fondo para buscar el paraíso perdido. Nos ensuciamos en el
intento, pero nos limpiamos animalmente, primitivamente, y lo volvimos a
intentar. En ese cooperar mutuo nos desenvolvimos. Yo la tocaba con la concentración
que un artesanos moldea sus vasijas por primera vez y para siempre. Pretendo
ser un pobre Pigmalión, pero nada tengo que ver yo con esa escultura, pertenece
a artesanos de la altura de Vulcano y sus hermanos. La veo bañarse enorme,
amazónica, imponente, majestuosa, solemne, inmaculada. Y yo soy Acteón, y ella
es Diana. Y no importa si recibiré el castigo después y si mis propios perros
me devorarán por mi herejía. Estoy ahí besándola y ella está ahí besándome.
Ella me justifica y yo justifico su existencia; no se necesitan terceros
hombres y terceras mujeres. Solos los dos. Y el cosmos es esa habitación. Y
somos Adán y Eva. Afuera no hay nadie; hemos silenciado al universo. No hay
afuera ni adentro. No hay recuerdos, ni viejas fragancias, ni olvidados
rostros. Cerramos los ojos o abrimos los ojos y seguimos estando nosotros dos.
Y la sensación es dulce o salada, salada como el olor de su nuca traspirando en
los segundos previos al episodio fatal, aquel que decidirá si nos conocemos de
vidas pasadas, si nuestras almas se recuerdan y extrañan, si uno puede meterse
adentro del otro y el otro meterse adentro de uno para protegerse de cualquier
catástrofe, si nuestras diferentes cuerdas afinadas en el mismo tono vibran
ante la misma nota. Y el recital es exitoso y sus músicos sienten que están
ante su actuación más inolvidable. Acompasados y acompañados seguimos un ritmo
tenue, grácil, ligero, parejo, frenético, delirante, animal, extasiado. Y nos
alimentamos de nuestras frutas para nada prohibidas, sino regaladas,
obsequiadas, vivificantes y dadoras de vida. Nos completamos en nuestra
concavidad y convexidad, en nuestra lógica de rompecabezas. Y en cualquier
movimiento nuestras geometrías se adaptan y abrazan. Nuestros cuerpos se
saludan con la alegría que produce encontrarse a un amigo por la calle que hace
mucho no se ve. Las pieles se derriten, se baten y se mezclan: producen una
sustancia para siempre completa. Y seguimos rodando en ese mar. Y seguimos
acariciándonos con la tranquilidad de las olas aterciopeladas, olas de una
noche de verano. Y la veo bañarse. Y yo soy Acteón, y ella es Diana. Y ya no
hay diferencias, y ya somos misma sustancia. Y envisto a Pasifae con
brusquedad. Soy como un fiero comandante gobernando su carro con sus lanzas y
su aljaba, y mis riendas son sus cabellos y hombros, y penetramos en sierras de
terciopelo que cambian su forma a nuestra llegada. Y nos besamos al revés en un
jadeo desgarradoramente excitante. Y nuestras lenguas luchan, se vencen, se
destrozan y se reconcilian, se revuelcan traviesos y se yerguen desafiantes, se
vencen y se ganan para luego hacerse cosquillas y mimarse. Y en un momento dado
nosotros mismos nos paramos o arrodillamos en la cama, miro hacia arriba pero
no veo los hilos del titiritero. Y nos miramos fijamente, y nuestras miradas
tiemblan como una luna en el agua y no pueden mantenerse fijas. Ella sonríe,
luego yo sonrío. En esa detenida escena bailamos. Y nos miramos y bailamos. Y
giramos y bailamos. Y nuestros cuerpos serpentean. Y nuestros cuerpos vuelven a
escalarse. Y llegamos a la cima más alta, más buscada, más esperada, más
inmemorial. Un envidioso sonido del teléfono nos avisa que nuestro tiempo se
acabó. Nuestro tiempo se acabó. Empieza el tiempo que los otros nos proponen,
los muertos, los aburridos, los normales, los demás. Nos vestimos, pero nosotros
seguimos vivos. Ya la ropa no nos pertenece, ya la odiamos, ya la despreciamos,
ya no la necesitamos. Nos vestimos entre caricias, molestándonos con pellizcos,
empujándonos como niños que se quieren y no se animan a confesarlo o a
descubrirlo. Cerramos las cortinas, bajamos el telón. Las luces se apagan.
Soledad sale de la habitación que recordaré cada noche. Doy un vistazo por
última vez a esa habitación, a esa cama. La tenue luz que entra desde afuera la
ilumina. Grabo para siempre en mis pupilas el cuadro que pintamos en las
sábanas. Voy a amarte todos los días.
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